Saturday, April 14, 2007

EL OSO JUAN


LA NOBLEZA
DE UN
ANIMAL SALVAJE

EL OSO JUAN

EL OSO JUAN
(MANUEL CUBERO)
Hace muchos años, muchos años, una joven del pueblo se casó con un pastor de la aldea vecina, noble y bueno, con un pegujal que le bastaba para vivir dignamente. Apenas pasados un par de años de su matrimonio, la salud del joven comenzó a ir bastante mal hasta que, una fría noche de invierno, abandonó este mundo dejando en él a su joven esposa y a un niño fuerte y bravo como su madre y con las hechuras prometedoras del abuelo.
Juan se llamaba el niño.
En vista de que el pegujal quedaba algo lejos de la aldea, y como no tenía con quien dejar el crío, la madre, María, decidió ir a vivir al monte, a una cabaña situada en lo más alto del cerro. Desde ella podía controlar su ganado en los duros días invernales.
Merodeaban por allí varias alimañas al acecho de alguna presa, pero sus dos mastines se sobraban para espantar a cualquier animal que tuviese la osadía de asomarse por los alrededores del aprisco de María y Juan. Especialmente empeñado en rondar el rebaño se mostraba un enorme oso, el cual, si bien no se atrevía a enfrentarse a los perros, sí llegaba hasta las proximidades del hato, engolosinado por la presencia de una colmena que había en el hueco del tronco de un viejo castaño.
El ladrido de los animales y sus ágiles saltos molestaban de tal manera al oso, que éste acudía a todos los medios a su alcance con el fin de demostrar a los animales que su interés se limitaba a la miel, abundante y dulcísima, del castaño. Un buen día, el oso, en prueba de sus buenas intenciones, paseó durante un rato cerca de una oveja descarriada que se encontraba algo separada del rebaño sin hacerle el menor daño.
Gracias a este gesto, los perros acabaron por comprender las buenas intenciones de la fiera y acostumbrarse a su presencia sin mostrar especial fiereza, siempre, claro está, que el oso se mostrase respetuosamente alejado del rebaño.
Así fue pasando el tiempo. Nuestro niño acabó por convertirse en un mozalbete fuerte, noble y generoso como la naturaleza que le vio crecer. Y el oso pasó a ser, simplemente, un vecino. Algunos aldeanos, sabedores del asunto, concluyeron, en tono ocurrente, que el oso era uno más de la familia. Y como llegaran a hacerse famosos en la comarca los juegos y travesuras que mutuamente se regalaban ambos amigos, las gentes del pueblo terminaron por llamarles Juan el oso y el oso Juan.
Todo marchaba perfectamente entre aquellos riscos hasta que, llegada la primavera, el oso Juan desapareció inexplicablemente para volver a aparecer, días después, alegre y retozón como un perrillo faldero. Meses después, llegó el invierno y el oso Juan se largó a esconderse en su acogedor refugio.
Al volver la primavera, nuestros amigos Juan el oso y su madre, extrañaron la tardanza en volver de su amigo el oso Juan. Ya pensaban que habría sido víctima de algún cazador furtivo o de un accidente cuando, una mañana, oyeron el latir desaforado de los dos mastines anunciando la visita de algún extraño. Juan se asomó a la ventana de la cabaña y observó cómo dos osos se aproximaban, tan desafiantes y decididos, que parecían despreciar absolutamente la presencia de los perros.
El muchacho y su madre permanecieron quietos, acechando los movimientos de los animales. Éstos, sin demostrar la más mínima inquietud ante la presencia de los perros, seguían acercándose a la cabaña.
De pronto, los dos mastines salieron disparados como proyectiles en dirección a los osos. Uno de ellos, debía de ser una hembra, se agachó y recogió del suelo una pequeña cría. El otro se dirigió decidido hacia los perros y los tres se enzarzaron en una rueda infernal.
Juan y su madre salieron armados de palos para defender la vida de sus mastines pero, al acercarse, observaron asombrados que aquel guirigay no era sino una gran fiesta. Los perros saltaban alrededor del oso y se lanzaban sobre él mientras éste se los quitaba de encima de un manotazo para, inmediatamente, volverlos a atraer sobre su cuerpo. Sus lenguas se entrecruzaban lamiendo y besando en una muestra de alegría que desbordaba sus enormes corpachones.
El oso Juan, al verlos llegar, se dirigió hacia mamá osa con una expresión casi humana de felicidad, cogió entre sus manazas aquella bolita peluda se la ofreció a sus viejos amigos.
Esa fue la primavera más feliz que se vivió en muchos años por aquellos salvajes roquedos. Los osos merodearon durante unos meses por los alrededores. Su vida era un continuo festín de miel y frutas silvestres hasta que una mañana, los mastines despertaron a Juan. Éste, alarmado ante sus ladridos, salió inmediatamente de su cabaña para encontrarse con unos cazadores armados hasta los dientes.
-¿Has visto por aquí unos oso rondando?
-No. Por aquí no hemos visto un oso en todos los días de mi vida –mintió.
Los cazadores abandonaron el lugar no muy convencidos. Pasaron unos días. El pastor no volvió a tener noticia alguna de ellos hasta que, un atardecer, una salva de disparos rompió el cielo y recorrió toda la montaña rociándola de una eternidad de ecos. Éstos, lentamente, fueron desapareciendo en el infinito y dejaron paso a una extraña sensación de dolor que flotó entre los ventisqueros hasta quedar colgada en el denso ramaje del bosque vecino.
Al amanecer del día siguiente, Juan abandonó la cabaña y, desde el portal, esperó a los osos como todas las mañanas. Pero los osos no aparecieron. Ni aquella tarde, tampoco. Extrañado al ver que no venían a recoger su ración de miel para el osezno, llamó a los perros y, acompañado por ellos, salió en busca de sus amigos.
Apenas se acercaron a la cueva en que solían invernar, los perros comenzaron a latir desesperados y nerviosos. Juan los siguió a la carrera. Cuando los alcanzó observó, con el corazón encogido, cómo lamían algunas gotas de sangre sobre una roca. El pastor se sentó junto a ella, hundió su cabeza entre las manos con desesperación, y temiendo romper el silencio, llamó a su amigo en un susurro apenas audible.
Mientras, los perros seguían dando una batida por los alrededores. Pasados unos minutos, apareció uno de ellos trayendo en la boca al osezno que, asustado, se debatía entre gruñidos. El mastín depositó al animalito a los pies de Juan. Éste, amorosamente, lo cogió entre sus brazos y se encaminó, llorando, a la cabaña.
Allí le prepararon un tazón de leche fresca y el animal, agradecido, se quedó dormido a los pies de sus padrinos en cuanto sació su hambre.
-Te llamarás Juan, como tu padre y como tu padrino –dijo María.


Manuel Cubero